miércoles, 17 de junio de 2009

A mí la que me gustaba era su madre


Anne Heloise era estupenda, decían que tenía los pies más pequeños y la sonrisa más grande de Francia. Con trazos decididos, pintaba pájaros y flores en rojo y azul sobre porcelanas blancas, coleccionaba telas antiguas, vendía pinturas de pared, y aconsejaba a sus clientes que dieran color a sus vidas, le encantaba disfrazarse y recitar la belle captive de André Chenier. Nunca entendió por qué su único hijo le había salido tan serio - como su padre, qué cruz, decía para sus adentros - . Henry, el hijo, era rutinario y friolero, carecía de imaginación y leía poco. Siguiendo los consejos del padre, estudió derecho y con veintiun años ya trabajaba como pasante de un notario, estaba encarrilado. Vivía feliz, del trabajo a casa y de casa al trabajo, hasta que una apendicitis le metió en cama por unos meses y fue entonces cuando Anne Heloise viéndole indefenso y en sus manos, ¡ahora o nunca!, decidió tomar cartas en el asunto: le regaló un cuaderno de papel grueso hecho a mano en Nantes y una espectacular caja de acuarelas chinas. Henry despertó por fín y aunque siguíera siendo aburrido, rutinario, convencional y friolero de por vida, no volvió a la notaría porque desde entonces solo quiso pintar, pintarlo todo, no podía pensar en otra cosa, vivir para otra cosa. Sus padres tuvieron más de una bronca por este tema, siempre supe que acabarías estropeando al niño, solía decirle Emile Hyppolite a su mujer. En realidad, no tenía motivos de preocupación, Henry era digno hijo de su padre, como bien constataría Apollinaire en su crítica de 1907 en La falange: "No estamos aquí en presencia de un trabajo extremista o extravagante, el arte de Matisse es eminentemente razonable".