viernes, 19 de junio de 2009
mis horizontes y yo
Durante muchos años, mis únicos horizontes de grandeza fueron mis hermanos. Ellos eran sabios, independientes, guapos y mundanos. Pronto asumieron que yo era responsabilidad suya y en temporada escolar ejercían de padres, enamoraban a mis condiscípulas y enternecían a las monjas cuando repeinados y solemnes se presentaban para hablar con ellas de mis malas notas. Mis hermanos no eran reflexivos, eran hombres de acción, y sus acciones eran admirables. A mí, niña temerosa y cauta, lo que más me fascinaba de ellos eran sus continuos accidentes. Uno se rompió el brazo tres veces en tres veranos consecutivos, y después la clavícula; el otro, aparte de caerse a un pozo y hacerse un siete en el muslo, se cortó un dedo hasta el hueso cortando jamón, y se dejó la lengua colgando de un hilo en una caida de bicicleta. Mis hermanos eran tremendos, se tiraban del trampolín en piruetas rocambolescas, desayunaban gambas al ajillo, cantaban corridos mejicanos a voz en grito, montaban a caballo a pelo, metían escorpiones muertos en mi cama y, ante mi horror, por no parar de hacer cosas, hasta hacían cacerías de ratas con sus escopetas de perdigones, llegaron a matar trescientas en una razia legendaria. Mis hermanos me regalaron su colección de Dinky toys y sus novelas ilustradas de Editorial Juventud, sus Karl May, sus Guillermos y sus Enid Blyton, me regalaron un trebol de cuatro hojas, mi primer sujetador, un perro, una cometa azul y sus misales blancos.