Es peligroso transitar por estos caminos en lo oscuro, porque aquí el suelo está vivo, se mueve y respira con el latido del corazón de fuego del universo que en este lugar, como en ningún otro, está a flor de piel o a ras de corteza.
Empiezo a comprender por qué, como la tierra que habitan, los napolitanos llevan el corazón en la mano, su talante es de fuego, son impredecibles, desconfiados y eruptivos. Esta gente se mueve entre solfataras, seismos y volcanes. ¿Qué puede sorprender, quien puede legislar o engañar a los que crecen sabiendo que ni siquiera pueden confiar en la tierra que pisan ?.
Los campos flegreos son un laberinto de fuentes termales, crateres, chorros de azufre y ruinas de treinta siglos. Abruma la historia mientras llegamos a Cuma, la acrópolis frente al mar en la montaña. Hay un camino que bordea las colinas pero los nobles preferían tomar la cripta subterranea que les unía con Baia; todavía se oye el galopar de los caballos entre columnas de piedra cuyos perfiles se difuminan en un polvo blanco y antiguo. Y es que corren, como entonces, los caballos con sus carros en la playa.
Bajo el templo de Apolo, se entra en la gruta de las sibilas cumanas; la última de ellas, decadencia del vaticinio, vendió sus libros proféticos a Tarquino el soberbio. El emperador, asustado, los enterró en un arca de piedra debajo del capitolio, bajo la custodia de dos patricios. Dicen que los libros y los fantasmas de sus fieles guardianes, permanecerán enterrados mientras su contenido aún nos concierna.
Donde hoy se dan cardos fumarolas y cañas tenía Cicerón su villa de verano, entre los juncos se ocultaba la tumba de la trágica Agripina y, en un jardín deleitoso estuvo la de Hadriano. Pero esta tierra sube, baja, se inunda, se incendia, traga, escupe y todo lo esconde.
Ruinas de anfiteatros, columbarios, termas, templos, palacios de cesares y túmulos, se suceden en estos campos en llamas. Sobre cenizas y entre piedras volcánicas crecen las leyendas y también los cultivos más sabrosos, los mejores tomates y lechugas de Italia son frutos de los campos flegreos.
Al fondo, ya en el mar, se recorta el castillo de Pedro de Toledo que custodia la bahía. Para llegar a él tendríamos que cruzar el lago Averno pero, aún hoy, no hay barca ni barquero - solo Caronte- para estas aguas que fueron, según Virgilio, la puerta irrevocable del infierno.