Velazquez lo vió todo. No hay envidia, solo dolor. Una mujer honrada de muñecas robustas, frente estrecha y nariz ancha, mejillas redondas, pelo oscuro,abundante e hirsuto, probablemente suda mucho. Lleva ropa sensata de paño basto y colores sufridos, no se expresa con encanto ni piensa con sutileza, tiene mal oido para la música, no es soñadora ni muy reflexiva, sus platos son sabrosos pero tradicionales, no se atreve a improvisar ni a cambiar por cilantro la guindilla, por cardamomo los dientes de ajo. Y sin embargo, los sentimientos de Marta son profundos como los del desierto, poderosos y constantes como las leyes del firmamento. Marta fue temprano al lago para conseguir los peces más frescos y de escamas más brillantes, ha metido sus dedos en las branquias para comprobar que aún estaban palpitantes, hurgó entre la paja del gallinero para encontrar los huevos del día y ha conseguido con humildad y súplicas que Daniel, el vecino solitario, le venda una garrafita de ese vino que sólo para él produce y tiene fama en todo el barrio.
Un hueco del muro de la cocina da a la sala donde Jesús ocupa el sillón del padre, María le escucha con algunas amigas, se ha corrido la voz de que un joven maestro, muy sabio y muy hermoso ,está en la casa. Mientras trajina entre pucheros, Marta les da la espalda, Ajo en los dedos, sus oidos no quieren escapar de la voz grave de Jesús que conserva el ritmo pausado y cantarín de la gente de Nazareth, por dos veces ha escuchado esa risa a golpes claros de María, la misma que tan a menudo airea la casa. Para ella, Jesús maneja su fino humor con destreza de carpintero.