Mientras busco otras cosas, encuentro, en un recodo de la estantería, mi diario de hace cuatro años.
Aquel diecisiete de Octubre era lunes, yo estaba en París con Jesús y por la noche leía a Proust a quien citaba "...Estupefacto ante el escándalo universal de esas personas que caminan hacia la muerte marcha átrás, mirando a la vida ". Aquella precisa mañana paseamos por la Rue de Rosiers, el corazón del barrio judío del Marais donde celebraban alguna festividad hebrea y, en tenderetes de madera, vendían, para usos rituales que desconozco, palmas trenzadas y limones grandes y arrugados como perlas barrocas, envueltos de uno en uno en papel de tul. Se ve que comimos un almuerzo ligero en el café de la Avenue Montaigne y yo escribía "...No hay mujer que no lleve como mínimo tres operaciones y 6000 euros de atrezzo en el cuerpo. Son bastante repulsivas, y también ellas, como los limones, parecen venir de ceremonias arcaicas, inanes sacerdotisas engalanadas para el sacrificio. Me pongo muy tarasca gauchista, anticonsumista, feminista. Dicho lo cual, salimos del café, me distraigo y compro algunos modeletes en Zelig y Voltaire. En fín, yo misma ". Por la noche fuimos a escuchar la opera Cardillac de Hindemith, sobre un cuento de Hoffman, en la Opera de la Bastilla. Según comento en mi diario, parece que Nagano la dirigió con brío y la soprano Angela Denoke estuvo brillante con una voz limpia y wagneriana. Compramos algunos CDs en la FNAC y cenamos en Bofinger. Yo estaba exultante "...Qué felices somos en Paris por las calles adoquinadas del Marais bajo una luna llena de Fred Astaire, en las ciudades ajenas no existe el mal, querría ser turista permanente". Hoy, al leerme, creo recordar que fue en efecto un día glorioso, feliz, culto, romántico y de mucho lujo. Y me entristece terriblemente pensar que yo, ingrata idiota, lo había olvidado.