Con el entusiasmo se precipitan los acontecimientos y las relaciones adoptan nuevos ritmos. El viajero es una esponja confiada que por todo se interesa, tiene ojos en los dedos, y se abre de alma a la mínima provocación: la sombra de una estátua en los adoquines, el mendigo dormido en un banco barroco, el estuco masacrado, la chocolatéría fragante y recoleta.
El jueves conocimos a Clelia que es delicada y amable, tiene dos hijos y cultiva aceite en Lucania, cerca de Matera; Ayer, viernes, fue Clelia quien nos presentó a Ryan, un artista de Nueva York que pinta en Nápoles cuadros grandes de niñas que chorrean tristeza y colores orgánicos. Hoy, a través de Ryan conocemos a Fabia, su novia berlinesa, que habla despacio, diseña ropa de hombre y tiene un anillo antiguo de corales; y a Gerald, su padre, que escribió un libro con Andrés Segovia y casi muere en Toulouse hace dos años.
Ryan, suelo de roble, contraventanas antiguas de pino, vive en un estudio amplio y desordenado en el segundo piso de un palazzo grandioso del barrio dei vergine. Es obra de Ferdinando Sanfelice, arquitectos napolitano del XVIII, quien fue muy famoso en su tiempo, se especializó en arquitecturas efímeras para fiestas reales y en escaleras excentricas, como esta doble por la que subimos mientras suena un trombón, o la del vecino palazzo dello espagnolo con cinco vanos y cinco cúpulas en cada uno de sus cinco pisos.
La familia Sanfelice vivió, me cuenta Ryan, en este palacio. Debieron ser días de esplendor y belleza a estrenar, otra belleza. Para la capilla privada encargaron a Giuseppe San Martino una madonna de marmol que desapareció durante la ocupación francesa .Y recuerdo aquí el Cristo rococó, yacente y velado de San Martino en la capilla de San Severo, y recuerdo, azul, gris y amarillo, la exquisita cenefa que alguien pintó sobre el suelo de barro.