lunes, 18 de enero de 2010

Fragilidad

Un conejo, un tigre, un perro, un corzo, un elefante, un mono, un gato y un camello.
En una aldea próxima a Cochín, en Kerala, cuando mi hijo tenía tres o cuatro años, compré para él una colección de ocho animalitos policromados que me empaquetaron con esmero en una caja de cartón rellena de serrín, que envolvieron con papel de estraza.
Al llegar a Mallorca y a pesar del cuidado, nos encontramos con que al conejo se le había roto una oreja, al tigre una pata, al elefante la trompa y al perro el rabo. Las figuras parecían hechas de un barro fino y estaban rellenas de virutas de papel, eran muy frágiles.
Comprendimos que no podríamos jugar con los animales y tras pegar atentamente los miembros descoyuntados, alineamos las figuras en un estante junto a unos diminutos músicos de cartón de Bombay.
Por la humedad o a golpes de plumero, siempre que regresábamos de vacaciones a Mallorca encontrábamos alguna figurita rota, y las queríamos tanto que volvíamos a pegarlas, solo para que ocuparan de nuevo su estante, mimando hasta el sigilo su fragilidad.
Un verano, las vimos ya tan mutiladas, desconchadas, irrecuperables y tristes que decidimos retirarlas y las guardamos en una bolsa dentro del baúl de doña Adriana. Ayer, años después, abrí el baúl, me puse práctica y decidí, al fín, tirarlas. Tuve un último gesto poético: ya que son indias, que no acaben en la basura, que mueran con honor en la pira; las tiré a la estufa de leña encendida y cerré la portezuela de hierro.
Esta mañana, al ir a retirar la ceniza del día anterior, me he encontrado las figuritas, rotas como ayer pero ante el fuego, intactas. Es verdad que, por sus heridas de la edad han perdido todo el relleno, pero el barro y sus formas se mantienen e incluso sobreviven desvaidos restos de color.
Y de aquí, que a las nueve de la mañana, me viniera un pensar en el asunto este de la fragilidad del ser, es preciso temblar porque rara vez sabemos qué va a ser nuestro fuego y qué nuestro plumero. O quién.