sábado, 25 de abril de 2009

El presente nos envejece cuando el pasado se aleja

En la memoria el pasado propio es siempre fresco y contemporáneo, no hay un momento en el que comencemos a recordar nuestra vida en sepia. Así, las ciudades en las que en algún momento hemos vivido permanecen en nosotros familiares y precisas, si cerramos los ojos creemos que podríamos recorrerlas paso por paso, parece que conservamos sus detalles intactos, los nombres, las costumbres, que hasta podríamos esquivar los agujeros de las aceras y sentir el olor y el sonido del aire que suponemos seguirá siendo el mismo; cuando hablamos con los amigos nos permitimos darles instrucciones de cafés, tiendas, perspectivas , miradas al mar desde un paseo que hace ya muchos años no existe y es solo el paisaje de nuestra infancia, parte de ella. Hace unos años estuve en Tenerife y mi padre me aconsejó que visitara el puerto nuevo porque era obra de mi abuelo. Una vez allí me emocionó descubrir que aquella obra es ahora el casi museístico Puerto Viejo que construido en los años veinte se mantenía en la memoria de mi padre como un alarde de energía técnica y modernidad industrial, tan fresco en él como los trajes blancos de algodón cubano que le hacían en su casa cuando niño. Ahora y por primera vez he visto alejarse mi niñez y ha sido en Málaga. Aunque el barrio de Pedregalejo y los espetones del Cabra sean casi los mismos, ni los más viejos paseantes de la calle Larios recordaban aquel café elegante y umbrío en el que Edgar Neville me cambió la vida a los nueve años.