viernes, 21 de agosto de 2009

Los higos, Serra, este y otros veranos.

Ha empezado la temporada, cada mañana Margarita nos trae una cestita de higos recien recogidos, cubiertos con primor por dos hojas de higuera.
Con los primeros higos llega siempre el recuerdo de Cristobal Serra. Durante muchos veranos, seis o siete, mi amigo y aún así poeta , Jose Luis Gallero, y yo fuimos fieles a nuestra cita con el escritor mallorquín. La tradición comenzó cuando Gallero daba los primeros pasos en su proyecto de una antología, más bien enciclopedia , del aforismo. Serra, es el mayor experto en el tema, autor, traductor y lector incansable de escritura fragmentaria. En aquella primera cita nos acompañó - más bien yo les acompañaba a ellos- otro poeta, Jose Maria Parreño. Alguién había leido que a Serra le gustaban los higos y los asnos, como no podíamos llevarle un burro de regalo, por agradar, le llevamos una cestita, como esta que hoy tengo en la cocina, de higos recien cogidos por nosotros del árbol. No recuerdo si le gustó el detalle, supongo que lo agradeció pero probablemente tenía la despensa llena de higos de otras higueras, aquí en Mallorca es dificil encontrar alguien que no tenga en propiedad o por parentela las mejores higueras de la isla - las nuestras lo son- para consumo propio.
Me conmovió la casa de Serra, recoleta, atestada de libros y cuadros pequeños e imprecisos, desconcertantemente femenina para un hombre que suponíamos tan soltero, abundaban las porcelanas y los tapetitos de croché. Pronto supe de la existencia de Joaqui, la mujer en la vida de Cristobal Serra, bella, exuberante en tiempos, algo mayor que él, bibliotecaria, traductora y compañera. Nunca la conocimos, la casa hablaba de ella pero a Joaqui, ya muy enferma se la habían llevado unos sobrinos a Cataluña. Cristobal estaba muy triste, desconcertado. Ante el rubor y espanto de Parreño y Gallero, yo abandoné la literatura para hablar con él de cotidianidad, de amor y de Joaqui. Ella murió unos meses más tarde, y me alegré de haber sabido vislumbrar su peso en la vida del escritor que con un lacónico "A Joaqui" le había dedicado "Ars quimérica", el volumen de 725 páginas que, hasta 1996, recogía su obra completa.
Parreño no volvió pero Gallero y yo mantuvimos las citas agosteñas. Solíamos quedar en un viejo celler de la Calle Montenegro, hoy desaparecido , donde le preparaban cada día "comida confortable", - comfort food, como dicen los ingleses, recordaba el Serra traductor de William Blake - , y un suavísimo clarete, muy de su gusto y poco del nuestro.
Cristobal Serra nació en Palma, aunque se considera de Andraitx, en 1922, es bajito y redondo, cabeza grande y frente de pensador, músculos inexistentes, sus ojos van siempre semicerrados, a la mallorquina, tiende por naturaleza a la sonrisa y a la suavidad formal, es irónico cuando toca, no le disgusta el cotilleo intelectual, es educado, lleva en verano ropa de algodón en colores neutros, cuello abierto y a menudo guayabera, desprende , todo él, mediterraneo. Cristobal Serra es un hombre secreto que se camufla en la tradición, la inmovilidad y las convenciones para poder seguir siendo uno de los excéntricos más alocados que conozco .
En nuestra primera comida en el Celler, se me ocurrió preguntar al camarero por una sepia a la plancha que no pintaba mal, el escritor me miró con verdadero asco, supe así que además de otras muchas cosas, Cristobal Serra era pitagórico y, en su presencia, confraternizar con sepias y habas suponía un suicidio social, del que me salvé por los pelos.
En aquellas conversaciones, siempre ocupaban capítulo, su salud, nunca impecable - no estoy Xelest- , y el editor Basilio Baltasar, a quien le une un afecto familiar sometido a vaivenes bastante entretenidos de los que nos solía poner al tanto. Superados estos tópicos, su palabra fluía en libertad, en una ocasión, muy natural, nos contó sus experiencias con la escritura automática, durante largo tiempo había estado poseido por diferentes autores en distintos idiomas, e incluso había tenido que dejar de escribir porque los otros,ya no le permitían hacerlo con voz propia. Las raices judias de los vascos,que desmenuzaba cargado de razones, le divertían muchísimo, y si tocábamos, como solíamos, temas religiosos, podía entrar en el ámbito de su heterodoxo cristianismo que seguía un hilo místico desde el Apocalípsis hasta Catalina de Dulmen, San Juan de la Cruz y Blake , o bien derivar, hacia Lao Tse o Chuang Tzi , a quienes también había traducido. Hablaba con cercanía de Bloy, de Juan Larrea, de Octavio Paz, de Michaux, de Shakespeare, de Melville o de Edward Lear, entre muchísimos otros.
Guardo como prueba de su generosidad unos Analectos de Confucio forrados, por qué se yo quien y cuando, en tela de William Morris, el Hindu Manners, Customs and ceremonies,de Dubois and Duchamp, con cubiertas de cuero repujado, y un Bhagavad Gita publicado en el 76 por la editorial Dedalo de Buenos Aires, con traducción de Leonor Calvera, introducción de Aldoux Huxley y multitud de anotaciones y subrayados a lapiz del propio Serra. En esos libros, en los por él escritos, y en estas líneas mías, con cariño, gratitud y respeto, le recuerdo.