Ya le conocía de oidas, y me enamoré de él por persona interpuesta . Era mi primer verano en Cambridge, yo tenía quince años. Un chico de Valencia, recuerdo su voz, su nariz y su mirada pero olvidé su nombre, tocaba la guitarra y cantaba Suzanne, una y otra vez, sentado en el cesped del Girton College. Yo estaba en mi habitación, asustada, sufría la primera de mis muchas migrañas, no podía soportar la luz ni sonido alguno, entre nauseas, vómitos y miedo, el dolor latía rítimico e implacable en mi cabeza, cada paso que resonaba en el suelo del corredor, cada risa, cada tintinear lejano de platos en el refectorio, le enfurecía y le hacía inflamarse más aún y revolverse palpitante para clavar sus dientes en mis sesos, mi cabeza cubierta de hielo, era una olla a presión sin espita, si abría los ojos, me hería el dardo de una realidad nueva manchada por lunares de sombra, cuando los cerraba, fuegos artificiales estallaban en silencio bajo mis párpados. La ventana de mi cuarto daba al jardín que daba al rio Cam y a la voz íntima de aquel chico que tan bien imitaba a Leonard Cohen . Y Suzanne no era un sonido sino un bálsamo envolvente que hechizaba al dolor y me acunaba. Las caricias de Cohen, in my painful body with his mind, consiguieron dormirme, y desperté en un día nuevo, en eufórica paz, con la cabeza más ligera y lúcida que nunca.
Fue entonces cuando supe que me había enamorado para siempre de un señor canadiense judío, más bien bajito, mujeriego y mucho mayor que yo, un poeta que cantaba en susurros, hablaba poco y bebía bastante.