lunes, 14 de septiembre de 2009
Dos mujeres en la ventana. I
Madre e hija, Elvira y Carmelita. La familia vivía en Lora del Rio pero se acaban de mudar a Sevilla porque el marido y padre ha ganado debida fama de herrero artístico y le han salido dos trabajos que requieren tiempo, dedicación, y un taller a pie de obra; para fin de año debe dar por terminada la celosía de la nueva iglesia del Convento de San Clemente , y empezará entonces a forjar una carcasa barroca de inspiración napolitana para el órgano del convento de Santa Inés. De momento viven en la Calle Santa Teresa número 9, del barrio de Santa Cruz, es la casa de los padres de Elvira, a la sazón empobrecidos aunque nadie en Sevilla ignora que el abuelo fue un gran señor, caballero de malta incluso, que, gajes del rango, gastó con demasiada magnanimidad y humos el patrimonio heredado. A la familia, más allá de esta casa de tres plantas amplias, le queda poco tronío . Elvira, hija única, bajó por matrimonio de clase y eso no hay herrero que lo levante, conserva sin embargo hechuras de señora y manos de princesa, sus hijas son tan bonitas como ella lo fue, piel blanca y sin lunares, boca llena y limpia a la distancia justa de una niriz corta y bienhumorada. Los ojos de las tres, hojitas de laurel castañas, relucen como los de los burritos jóvenes y delatan quizás, por su belleza, una gota morisca. El pelo brillante y liso, la frente ancha, los andares ágiles. Esta Carmelita que se asoma al balcón tiene doce años y en caracter se asemeja a su madre, pizpiretas las dos, alegres y afectuosas, aficionadas a la charla y las bromas . La mayor, Rosario , ha cumplido los diecisiete y tiene otro caracter, dicen que ha salido más a Doña Casilda, la abuela, es serena, diligente, devota y discreta. Tiene, muy a su pesar, mareados a los hombres de toda Sevilla, cuentan que un artista del barrio ha dado sus rasgos a la Macarena que regalaron a los reyes el pasado año, la que fue tan alabada y cuelga ya en la capilla de palacio. Por las tardes, Rosario se sienta a bordar sábanas tras la reja del cuartito de la lumbre en el piso bajo. Aunque antes de sentarse corre cada día los visillos de lino blanco, tan pronto como su silueta de cabeza inclinada se dibuja en el hueco de la ventana, la calle se puebla de lechuguinos emperejilados y terratenientes con botos altos, que hacen grupos, la requiebran, y pasan flores, rosquillas, y billetes de amor por la cancela. Ella calla y no entra a ningún trapo. Solo en misa o cuando va al parque en calesita con su familia y echa migas a los patos, pueden sus pretendientes verla de cuerpo entero y aún así, siempre tapada, como si nunca hiciera calor y ella fuera a meterse a monja. Los abuelos alaban su dignidad, pero Elvira y Carmelita, que se acuestan un rato juntas en la cama grande cuando anochece para reirse e imaginar los amoríos de la niña cuando crezca, piensan que la mayor es fría como una estátua y que su virtud es excesiva, porque ni siquiera con ellas se abre a confidencias y no pueden adivinar si tiene un favorito o desee tenerlo; no les extrañaría que, tan guapa, tan buena y tan fina, acabara sola y triste como un ciprés, y para vestir santos. Como la quieren, hermana y madre, entre charlas y risas, sinceramente se preocupan. Hoy Rosario está en Lora porque su tía Mercedes se ha puesto mala y solo quiere que le cuide esta niña que siempre tiene paciencia y las manos frescas, sabe la letanía de memoria y nunca hace bulla .