Ayer era la muerte, hoy es la vida que, nunca pensé otra cosa, se pasea como una rara paradoja. Hablo de encuentros, del tiempo y la memoria, de condiscípulos de años que se diluyen con la acuarela del tiempo en un borroso nombre vacío: Eloisa Márquez. Hay un novio que me hizo llorar y del que solo puedo recordar su nuca, y el modo con que sus dedos jugaban con las cerillas en los bares. A los dieciocho, pasé dos semanas en Baviera, haciendo vela en un lago al pie del castillo de Luis II, recuerdo el lago, los bosques, las tormentas con rayos y relámpagos, y la cara de la panadera de un pueblito vecino, pero de los otros dos estudiantes españoles - ella y él - que estuvieron, quince días completos, conmigo, no recuerdo nada, ni el nombre siquiera, por más que busco solo encuentro un piano blanco que uno de los dos tenía en su casa en algún lugar de Madrid al que fui una vez para recoger una chaqueta.
Y también ocurre lo contrario. Hay quien solo necesitó un rato para dejar su nombre y su mirada en un cajoncito de mi memoria con vistas al corazón. Y a veces pasa como ayer que, de nuevo el tiempo, la vida me reencuentra con ese nombre y esos ojos y veo que era cierto lo que sospechaba, que aquel a quien nunca traté, era un buen tipo.Y es bonito comprobar que le ha ido bien en la vida, que su mujer es estupenda y que tiene un hijo de la misma edad que el mío. Y bonito pensar que podremos ser amigos.