Albert C.Barnes nace en 1872 en Filadelfia y aprende sus primeras nociones de anatomía en la carnicería de su padre. A los veinte años, tras acabar la carrera de medicina en la Universidad de Pensilvania, amplia sus conocimientos de química y Farmacia en las universidades de Berlín y Heidelberg. En 1900, de vuelta en America, estudia psicología y filosofía con Jonh Dewey, G. Santayana y W. James, al tiempo que inventa el Argyrol, un antiséptico revolucionario, levanta una compañía para comercializarlo y se hace rico. En 1927, antes de la gran recesión, vende la compañía y se convierte en millonario. Desde entonces y hasta su muerte en 1948 se dedica a la cultura, la horticultura y el Arte.
Albert C. Barnes cree necesario que la clase obrera tenga un acceso directo al arte y al pensamiento y trabaja para conseguirlo; cree en la fuerza de futuro de los Afroamericanos y lucha por su integración en la universidad, en la sociedad y en las artes. Es intransigente y extremado en todas sus voluntades y pasiones.
En 1910, Albert C. Barnes estaba muy ocupado pero envió a su amigo, el pintor William Glackens a Paris porque le daba la impresión de que allí se cocía algo importante. Le dió crédito ilimitado por si veía algo digno de ser comprado. Cuando Glakens vuelve con 20 cuadros y un albúm de fotos, Barnes se entusiasma tanto que en 1912 embarca él mismo para París donde le acogen sus amigos Gertrude y Leo Stein: me encontré en una ciudad llena de fuerza en un tiempo de exaltación y con gente libre, creo que pocos momentos históricos habrán sido tan creativos y vibrantes como París antes de la guerra. Conoció a Picasso, a Matisse y a Modigliani, unos años después se hizo gran amigo de De Chirico y de Lipchitz. Empezó a comprar a gran escala y siguió haciéndolo hasta el día antes de morir.
En 1922, en el terreno de un arboretum ya maduro y en el edificio que encarga para tal fín al arquitecto Paul Philip Cret, abre su Fundación con la que quiere promover la mejora de la educación y la apreciación de las artes. Estableció allí una escuela de horticultura y botánica, una catedra de estética, en la que durante unos años Bertrand Russel impartió las clases que publicaría más tarde como historia de la Filosofía de Occidente, y un museo donde coloca a su ecléctico gusto las obras de arte contemporáneas y las antiguas, los muebles, su colección de forja y las piezas africanas, en las que tanto creía, para que de un modo natural conversen y se enriquezcan mutuamente.
Desde entonces y por voluntad de Barnes, la colección solo puede visitarse tres días a la semana y previa cita telefónica o por carta. Para entrar hay que identificarse en la cancela del jardín, esperar al aire libre aunque truene, cruzar el arboretum, llegar a la casa y llamar por fín al timbre hasta que pausadamente alguien te abre el paso.
Pero, una vez dentro, te encuentras de verdad dentro, estás solo y todo es tuyo: Cezanne, Renoir, Picasso, Matisse, Rousseau, Modigliani, Soutine de Chirico, Gauguin, Toulouse Lautrec, Prendergast... El Greco, y los viejos maestros, las esculturas de Benin de Ife y de Lipchitz, los tapices griegos y los muebles de los pioneros americanos.
Cuando Albert C. Barnes muere en 1948, deja una condición sine qua non, la Fundación, sus actividades y su colección deben permanecer como estan y donde estan, no admite cambios.
Su voluntad hasta ahora se ha cumplido pero desde hace unos años parece que la situación se ha hecho insostenible: las condiciones de visita tan limitadas, los desproporcionados gastos pedagógicos y la falta de cafetería o tienda de souvenirs al uso, hacen que no cuadren los números. Están en la bancarrota. Tras un largo pleito con los románticos puristas, el patronato ha conseguido que les permitan construir nuevo edificio para la Fundación Barnes en el centro de Filadelfia - ya está aceptado el proyecto de dos arquitectos neoyorkinos, Williams y Tsien- y van a suprimir en él todas las peculiaridades y todas las trabas. Estará acabado para 2012 y calculan un mínimo de dosciento cincuenta mil visitantes anuales, cinco veces los actuales.
Yo, me temo, estoy con los románticos, habría preferido una solución imaginativa que permitiera a la Fundación Barnes seguir siendo lo que quiso su creador, un lugar utópico y excéntrico, un placer privado y un sueño compartido.